sábado, 30 de junio de 2012

THAMAR



(Relato del ensayo: "Qué es la guerra para un niño").




Thamar permanecía tendido en aquella especie de cama levantada sobre montones de runas, y cubierta de tablones de madera roídos por el tiempo.  Absorto, inerte y agarrotado, su cuerpo no era más que un manojo de huesos  desamparados. Miraba al techo columpiando sus ojos de un lado para otro, intentando dormir a pesar de la turbación y del frío que sentía. 

La oscuridad invadía todo lo que quedaba de casa, sólo podía distinguir pequeñas entradas de luz de las únicas bombillas que llegaban de una gasolinera abandonada. Su hermana Judea dormía a su lado y su lenta respiración lo tranquilizaban, pero su mente volvía a preguntarse una y mil veces por su padre.  Habían pasado siete noches y siete días, y no había vuelto.
… -¿Por qué no regresaba?-,  se preguntaba continuamente.
No quería perderlo como ya había perdido a su madre.  
Lo vio partir cuando todavía no había amanecido, y poniéndose los dedos en los labios le indicó que no despertase a su hermana.   
-Volveré con alimentos, cuida de Judea-.  Le dijo.

Su padre se dedicaba al contrabando, a través de los túneles entre Gaza y Egipto.  Cargaba pesados bultos que le tenían rota la espalda, pero  no había otro  trabajo del que subsistir. Dependía de él mientras existiese el bloqueo que tenía a miles de personas sumidas en la nada, y dependiendo de ayudas internacionales.
Muchas veces le había oído hablar en voz baja, pensativo, como queriendo alcanzar a ver el futuro, escrutando sus ojos y poniéndolos en el vasto horizonte que se divisaba tras la ventana.
-Este trabajo es criminal,  nadie debería hacerlo, es cavar tu propia tumba. Mientras cavas, el túnel podría desmoronarse en cualquier momento y matarte, pero es nuestra única forma de vida, vivimos en guerra y moriremos en guerra-.   Se lamentaba.

Le dolía el estómago, el dolor le apretaba hacía esternón y le llegaba hasta el intestino, intentaba recordar desde cuando no comía y le parecía oler el arroz con berenjenas que su madre preparaba.
Recordó que su hermana había encontrado dátiles caídos, la tarde que salieron a jugar por las tierras que su padre poseía, y que le fueron arrasadas.
El recuerdo del sabor a dátil le llenó la boca de saliva dulce que tragó rememorando lo deliciosos que eran aquellos frutos. También le pareció masticar el pan de pita que quedó en la cocina, pero de eso ya habían pasado muchos días, tantos como rayas en la pared, que hacía cada vez que desde su ventana veía ocultarse el sol.   
Quería gritar de impotencia por no tener nada que llevarse a la boca, pero advirtió que sentía más dolor y decidió estarse muy quieto, de todos modos nada podía hacer. Se sentía débil y cansado,  su memoria se fue nublando de pura debilidad hasta que el sueño lo venció.

La que había sido una casa alegre, llena de jarapas multicolores, hoy eran  paredes desconchadas y restos de cemento caídos.
Aquella mañana dejaron su futuro devastado cuando unas excavadoras destruyeron la aldea. Los vecinos corrieron a defender sus hogares, las casas que tanto les habían costado construir, pero los soldados les atacaron con gas. Todo valía con tal de expulsar a la población y hacerles cada vez más débiles.
Desde entonces todos huyeron, pero su padre decidió que la familia debía de quedarse en el que había sido su hogar y del que solo había quedado una parte donde refugiarse.

Despertó por el estruendo de una bomba, se tapó los oídos fuertemente con las manos, después se abrazó a Judea, los dos tiritaban y temblaban de miedo.  Las bombas causaban un ruido ensordecedor, hueco y al mismo tiempo estridente. El ruido atronador entraba en su cabeza, retumbaba su pequeño cuerpo,  sacudía y resonaba en su pecho.  Él sabía que estaban en guerra, se lo había explicado su madre.
Le dijo que la guerra era la soberbia de los estúpidos.
Recordó con horror la imagen de su madre abatida en el suelo, su cuerpo inerte con la mano extendida hacia ellos. Caminaban por una calle de la ciudad y a pocos metros cayó por los disparos, mientras que él, su hermana y sus tíos se agacharon para protegerse.

Se acurrucó para aliviarse, para protegerse del pánico de aquellos recuerdos que lo sacudían, y que aferrados a su memoria, persistían y persistían, no pudiendo olvidarlos de ningún modo.
Desde entonces odiaba a los enemigos,  quería que murieran todos.
Atenazado se preguntaba. ¿Por qué querían hacerles daño?
Se acercó más a su hermana pequeña que con un hilo de voz susurraba,
- Tengo miedo Thamar, tengo miedo- 
-No pienses… no pienses, mañana será mejor-. Le contestaba.

Intentó fortalecerse con el espíritu de su madre que le decía…
Tienes que confiar en el mañana Thamar, tu nombre significa palmera, las palmeras son fuertes y ni el más grande de los vientos puede doblegarlas…
Las lágrimas brotaban de sus ojos, deslizándose continuamente. Frotaba el líquido con sus manos por el contorno de su cara, y hasta su boca llegaba la humedad salada de aquellos ríos de dolor. Acordándose de las palabras de su padre, que le contaba muchas cosas sobre el mar de los tiempos en los que había sido pescador.  
…Cuando cae la lluvia sobre la tierra, ésta arrastra las sales y otros minerales hasta los océanos y mares, por eso sus aguas son saladas…- 
Qué bueno sería tener el agua del mar en su cara, algún día le  gustaría verlo y tocarlo,  correr con Judea y sus primos, salpicarse entre ellos, reír y jugar felices.
Algún día iría muy lejos, donde nadie pudiese encontrarlo, donde no tener que esconderse.  Entre sueños y preñado de ilusiones, se veía a sí mismo caminando sin descanso, con ropa andrajosa y  atravesando un desierto polvoriento. Con los pies doloridos, pero la voluntad firme de llegar a algún  lugar donde no existiese la guerra. 

Lo encontraron moribundo unos miembros de la Organización de Naciones Unidas. Permanecía deshidratado en el mismo camastro donde yacía después de muchos días.  Junto a él,  el diminuto cuerpo sin vida de su hermana asida a la ropa de Thamar, como resistiéndose a perderlo.
Después de muchos meses no pudieron diagnosticar la enfermedad que padecía.  No hablaba,  trazaba dibujos de colores en las paredes, donde siempre aparecía una niña y un nombre, “Judea”.  Eran sus inagotables gestos de resistencia, venciendo a la fragilidad de su ser.
Alguien dijo que fue un designio divino hallarlo con vida, otros dijeron que unas horas más tarde, y habría muerto. Todos coincidían que fue un superviviente más de los muchos niños que padecen el drama de la guerra.

12 de Enero de 2012

Inmaculada Jiménez Gamero